El mundo del misterio es tan amplio, variado y sorprendente que de no ser por el frío documento que generalmente da fe de los hechos, es comprensible que en determinadas ocasiones los sucesos sean considerados argumentos más propios de una novela de ficción que de casos reales.
5 de diciembre de 1966. Coudersport, Pennsylvania. El doctor Irving Bentley era respetado por su vecindad. Hombre de pocas palabras, serio y conversación amena, gozaba del privilegio de contar con muchos y buenos amigos. Nadie hubiera deseado daño alguno para el viejo médico. Al menos nadie conocido…
La calle bullía de vida. El Sol derretía levemente los finos copos de nieve caídos durante la madrugada. Eran tiempos de bonanza económica, una circunstancia que agradecían los comerciantes de la pequeña localidad, que veían entusiasmados como sus establecimientos se llenaban de posibles compradores. No en vano la Navidad estaba cercana, y los adornos multicolores, abetos y regalos desaparecían de las tiendas a un ritmo inusual.
Don Gosnell aceleró el paso. El joven había ingresado meses atrás en la compañía de gas de la ciudad y deseaba causar una buena impresión a sus superiores. Además, si finalizaba la tarea con rapidez aún tendría tiempo para realizar alguna compra que otra.
“Maldita sea, como pesa la condenada”. La bolsa que permanecía asida a su hombro comenzaba a causarle demasiadas molestias. Dichas eventualidades se disiparon al torcer la esquina. Allí estaba la vieja y enorme casa de piedra, una construcción victoriana de finales del XIX, y a la postre su última visita del día: el hogar del doctor Bentley. Lentamente cogió el pomo de la puerta, empujándolo con fuerza. Un sonido seco recorrió el interior del inmueble, suficientemente fuerte como para que su cliente se diera por aludido. Nadie contestó. Gosnell comenzó a impacientarse. “No hay que dejarse llevar por los nervios”, pensó a la vez que el llamador de plomo golpeaba la superficie de madera. De nuevo no hubo respuesta. En un arrebato de ira, el muchacho desplazó la puerta hacia el interior, mostrando la oscuridad sombría que reinaba en el salón recibidor. “Por Dios, que peste”. Un olor nauseabundo escapó al exterior. El miedo se apoderó del muchacho. La fina capa de humo azulado que invadía el ambiente agudizó los sentidos de éste, temeroso de que se hubiera producido un escape. Continuar leyendo «Combustiones espontáneas, el fuego de la muerte»