El Eslabon Perdido: La teoría de la Evolución y el Creacionismo.

La expresión «eslabón perdido» se refiere originalmente a los fósiles transicionales, cuando dichos estados intermedios aparentemente faltaban en el registro fósil o se desconocían. Hoy en día no es una expresión de uso científico, aunque sí abunda en los medios de comunicación, que suelen denominar «eslabón perdido» a casi cualquier nuevo fósil transicional que se descubre.

En busca del Eslabón Perdido.

Todo comenzó cuando Charles Darwin lanzó en el tapete científico la Teoría de la evolución de las especies en 1859. Darwin no habló de la evolución humana hasta mucho tiempo después, cuando publicó su libro La ascendencia del hombre, en 1871. Pero los seguidores de Darwin sí comenzaron a aplicar la teoría al ser humano. Thomas Huxley publicó en 1863 el libro Evidences as to Man’s place in Nature (Evidencias del lugar del hombre en la naturaleza), en el cual decía, tras hacer un estudio de anatomía comparada, que el lugar del hombre estaba en estrecha relación con los grandes monos, particularmente los africanos. Y de Huxley fue la idea de que el Homo sapiens había evolucionado a partir de un antepasado simiesco. Entonces los escépticos pidieron que, si el hombre había evolucionado de los monos, que les mostraran el eslabón perdido entre estos y el ser humano.

Uno de los grandes buscadores fue Eugène Dubois, que entre 1886 y 1895 descubrió restos que él mismo describía como «una especie intermedia entre los humanos y los monos». Lo llamó Pithecanthropus erectus, que en griego significa mono erecto, hoy clasificado como Homo erectus.

El fraude del hombre de.

Piltdown es un pequeño pueblo de Sussex, Inglaterra. Un escenario humilde para uno de los fraudes más extraños de la historia de la ciencia. En una cantera cercana, un trabajador encontró un hueso que llevó a Charles Dawson, un abogado y arqueólogo aficionado. Se trataba de un fragmento de parietal humano, de color oscuro. Más tarde, el propio Dawson recogió en el mismo lugar otro fragmento mayor, perteneciente a un hueso frontal. Enseguida, Dawson puso en conocimiento de lo ocurrido a Arthur Smith Woodward, un eminente paleontólogo, quien inmediatamente comprendió el interés del hallazgo. En el verano de 1912 se llevaron a cabo nuevas exploraciones del terreno, asumiendo que los obreros, en el curso de sus trabajos, habían roto un cráneo y dispersado los pedazos. Entre Dawson y Smith Woodward encontraron otras partes del mismo cráneo además de restos de animales y algunas piedras talladas.

El 18 de diciembre de 1912, Charles Dawson y Smith Woodward presentaron su descubrimiento a la Sociedad Geológica de Londres. Smith Woodward reconstruyó el cráneo como quien arma un rompecabezas en el que faltan varias piezas. Consideró que se trataba de una forma muy primitiva, «representante de la aurora de la Humanidad», de alrededor de 500 mil años de antigüedad, y le dio el nombre de su descubridor, Eoanthropus dawsonii – Hombre de la Aurora de Dawson – La prensa inglesa recogió en primera plana la noticia: el Hombre de Piltdown era el eslabón perdido en el proceso evolutivo de la Humanidad.

Sir Arthur Keith, que era por entonces el principal experto en anatomía del Colegio de Cirujanos de Londres, consideró que el cráneo estaba mal reconstruido. Pensaba que su capacidad debía ser mayor de los 1.070 c. c. que se le habían asignado y que debía parecerse más a, como él mismo dijo, «un burgués de Londres». Keith hizo su propia reconstrucción utilizando moldes de los fragmentos, obteniendo un volumen de 1.500 c. c.

En 1913, Dawson llevó al yacimiento al que sería con el tiempo un filósofo y paleontólogo célebre, el jesuita francés Pierre Teilhard de Chardin, quien estudiaba por entonces en el vecino seminario de Hastings. Ambos hallaron un canino que fue atribuido al fragmento de maxilar hallado anteriormente, y que reforzó los caracteres simiescos que se le atribuían. Posteriores exploraciones del yacimiento, en 1915, pusieron al descubierto fragmentos pertenecientes a los cráneos de otros dos individuos.

La mandíbula hallada parecía ser mucho más simiesca que el cráneo; los molares eran muy similares a los de un chimpancé. El paleontólogo francés Boule dijo lo evidente: era una «asociación paradójica». El Hombre de Piltdown tenía un cerebro extrañamente moderno en un cuerpo muy primitivo.

Un dentista y arqueólogo aficionado de Clapham, Alvan T. Marston, descubridor del fósil de Swanscombe, se dedicó a estudiar a fondo los materiales hallados por Dawson y Smith Woodward, que estaban en el Museo Británico de Historia Natural. En 1936 llegó a la conclusión de que el canino de la mandíbula de Piltdown pertenecía a un mono. Se basó en la forma de la raíz: mientras la raíz del canino humano es derecha, la del Hombre de Piltdown era curva. Estudió también los caninos de los restos de Homo Erectus hallados en Choukoutien, China, y pudo ver que todos tenían las raíces rectas. Además la corona del canino de Piltdown estaba desviada hacia la mejilla, como ocurre en los monos antropoides. La abrasión excesiva del diente indicaba una dieta y una función propia de un mono. Marston consideró que se trataba de la mandíbula de un chimpancé.

En julio de 1936, Marston publicó en el British Dental Journal un artículo en el que afirmaba que aquella mandíbula era de un animal. Ese año reiteró su hipótesis en la Royal Society of Medicine y en el Journal of the Royal Anthropological Institute. Marston además llamó la atención sobre el color chocolate de la mandíbula de Piltdown, que atribuyó a que había sido tratada con una solución conservadora de bicromato, y que el color original de aquel hueso había sido gris.

Como consecuencia de estas indagaciones, otro científico tuvo la idea de efectuar un examen microscópico de la dentición de los restos de Piltdown. El estudio reveló la presencia de finas marcas de raspado, que sugerían la aplicación de un instrumento abrasivo. Además había una notable diferencia entre el contenido de flúor entre el cráneo y la mandíbula. La conclusión fue que la mandíbula era moderna y el cráneo mucho más antiguo.

Al perforar la mandíbula de Piltdown se vio que el color, que se había atribuido a la impregnación por hierro, era superficial, y originado en el bicromato potásico con que fue tratado artificialmente el hueso. En conclusión, la mandíbula era de un orangután y el canino había sido añadido posteriormente. La aplicación de hierro y bicromato había sido hecha para obtener el mismo color del cráneo. En 1953 se asumió oficialmente que el Hombre de Piltdown era un fraude magistral.

Entonces se planteó la pregunta obvia: ¿quién fue el autor? Los fundamentalistas cristianos afirmaron que se trató de una conspiración científica para hacer aceptable la idea de la evolución humana (estos grupos creen que la narración bíblica de la Creación debe ser interpretada literalmente). El renombrado científico y divulgador norteamericano Stephen Jay Gould puso el foco en Dawson y Teilhard de Chardin. Otros sospechosos son Arthur Smith Woodward, su adversario el zoólogo Martin A. C. Hinton y hasta Sir Arthur Conan Doyle, el autor de los relatos de Sherlock Holmes, que vivía en la zona y tuvo acceso a los restos. Probablemente la verdad no se sabrá nunca.

Gould se interna en una cuestión que a mí me resulta más interesante que las indagaciones de índole policial. Ya Boule y Hrdlicka habían hecho notar que había algo extraño con los restos. Hoy parece evidente que el cráneo y la mandíbula no corresponden al mismo individuo. Entonces ¿por qué tantos científicos eminentes aceptaron el hallazgo? ¿Por qué se demoró casi 40 años en reconocer lo obvio?

El primer motivo es simple chauvinismo: Adán era británico (hasta se levantó un monumento en el lugar donde fue hallado, financiado por suscripción popular). El fraude fue una especie de reaseguro paleontológico de la hegemonía mundial de Gran Bretaña. Ganó las primeras planas de los diarios en una época en la que los editorialistas estaban preocupados por el tremendo desafío económico, político y militar que planteaban el Imperio Alemán y los Estados Unidos; en una época en la que ya se atisbaban en el horizonte los nubarrones de la tormenta de sangre y fuego que fue la Primera Guerra Mundial. El Hombre de Piltdown también cumplió un papel muy destacado como guardián de la supremacía blanca, demostrando que el ser humano había aparecido en Europa en la misma época en que Asia y África estaban habitadas por formas humanoides de naturaleza bestial. «Igual que ahora», era el corolario tácito, en la era dorada del colonialismo.

El segundo es menos superficial. La teoría de la evolución, cuyos coautores son Charles Darwin y Alfred Russell Wallace, vino a derribar al ser humano del pedestal que se había asignado a sí mismo como Rey de la Creación. Además, asestó el golpe de gracia al creacionismo, la doctrina de los sostenedores de la interpretación literal de los libros sagrados: en ellos nada se dice del ser humano surgiendo del fango primordial, luego de una evolución de eones, mediante un proceso de selección natural. Para la época de la muerte de Darwin (1882), la mayoría de las personas educadas aceptaban sus ideas (hasta el punto de deformarlas y adaptarlas al gusto del capitalismo más crudo como un legitimador de la desigualdad social bastante más eficiente que las creencias judeocristianas). La versión aggiornada del creacionismo aceptó la evolución, pero supuso que, cuando en la Tierra aparecieron formas simiescas más o menos adecuadas, Dios infundió el soplo vital dando la inteligencia a esas criaturas (el propio Wallace, en su ancianidad, sostenía esta teoría) en un abrir y cerrar de ojos geológico. El Hombre de Piltdown, con su cerebro moderno y su cuerpo aún primitivo, encajaba como anillo al dedo en esta interpretación.

Por desgracia para el orgullo humano, el Hombre de Piltdown era un fraude. Posteriores descubrimientos demostraron que en realidad sucedió lo contrario: los más antiguos cráneos de tamaño comparable a los de los humanos de hoy en día tienen unos pocos centenares de miles de años, mientras que nuestra característica fisiológica más notoria, la posición erguida al caminar, tiene al menos 5 millones de años de antigüedad.

Pau y el nuevo árbol evolutivo.

Una nueva especie de simio encontrada en España en el transcurso del año 2002, el Pierolapithecus catalaunicus, resulta ser el antepasado común más reciente de todos los grandes simios.

El 5 de diciembre de 2002 aparece por casualidad al reparar un camino en las obras de ampliación del vertedero de Can Mata, en Els Hostalets de Pierola (Barcelona, España), un cráneo y una decena de dientes de un antropoide macho de entre 30 y 35 kg. de peso de hace entre 12 y 13 millones de años que había sido devorado por carroñeros. La gran importancia del hallazgo reside en que corresponde a una franja cronológica de la que apenas existen fósiles y que es cuando debió existir el antepasado común de los grandes antropoides actuales.

El 19 de noviembre de 2004 se publican los resultados del estudio, realizado por el Institut de Paleontologia Miquel Crusafont en Sabadell, de los fósiles recuperados en el yacimiento de Barranc de Can Vila 1 (Hostalets de Pierola, Barcelona) desde el 5 de diciembre de 2002. Se nombra un nuevo género y especie, Pierolapithecus catalaunicus (es decir, el mono de Pierola catalán), aunque el espécimen recuperado, correspondiente a un macho de 35 kilográmos y entre 1 y 1,20 metros de altura, lleva el apodo de Pau. Los científicos consideran que este antropomorfo, datado entre 12,5 y 13 millones de años, es posiblemente un ancestro común de los grandes simios actuales, incluyendo a los humanos.

La aparición de nuevos yacimientos y restos de simios han llevado a la constitución del proyecto SOMHI (Searching for the Origins of Modern Hominoides Initiative, es decir, la Inicitiva para la Investigación de los Orígenes de los Homínidos Modernos)

Fuentes:

Pierolapithecus catalaunicus
El Falso eslabón Perdido
Pau: El eslabón perdido hallado en España