Poveglia es un isla situada en los lagos de Venecia, cerca de Lido. Esta isla, supuestamente maldita, fue el escenario de uno de los episodios más espantosos que la humanidad ha conocido.
Durante el siglo XV la peste asoló Europa y Venecia no fue una excepción, de hecho, la humedad, el aislamiento geográfico y el ir y venir de los mercaderes hicieron que la peste se cebara de forma especial con su población.
La situación se hizo insostenible, ante la imposibilidad de enterrar tantos cuerpos, por lo que se empezaron a apilar en las calles, provocando que el olor a muerte invadiera el aire veneciano. Además, eran nuevos focos de infección que afectaban a aquellos ciudadanos que no estaban enfermos.
Las autoridades de Venecia, ante este panorama, decidieron trasladar los cadáveres a la aislada isla de Poveglia.
Pero pese a que los cadáveres habían sido retirados, el impacto de la peste seguía haciendo estragos entre los venecianos, y ante esta situación, se tomó una terrible decisión: Todo aquel que mostrase el más mínimo síntoma de infección seria trasladado y abandonado en la isla.
Cuando la epidemia cesó, la isla se olvidó, permaneciendo maldita y sin que nadie la volviera a visitar hasta 1922, cuando se inauguró un psiquiátrico en la isla.
«Nací con el maligno como mi patrón a un lado de la cama cuando vine al mundo y ha estado conmigo desde entonces…». H. H. Holmes
El 1° de mayo de 1893 se inauguró en Chicago la Exposición Universal, que debía reflejar el gigantesco progreso de la humanidad en las industrias y en las ciencias. Era la edad de la seguridad. Y del optimismo. Por esos días, abrió sus puertas en la ciudad de los vientos un fastuoso hotel. La obra fue proyectada por un tal Campbell y realizada bajo la dirección de un tal doctor Holmes. Ambos tenían un rasgo común: no existían. Habían sido creados por un tal Herman Webster Mudgett, quien recurrió a ese arbitrio para estafar a albañiles y proveedores de materiales de construcción y equipamiento del suntuoso establecimiento.
Si el aspecto exterior del edificio era por lo menos extraño, su interior era inquietante: toda su estructura estaba horadada por pasadizos secretos, trampas, espejos que permitían ver cuanto acontecía en las habitaciones, y hasta cañerías de gas colocadas debajo del parquet, que se accionaban desde el subsuelo y hacían posible que los huéspedes pasasen involuntariamente del sueño diario al sueño eterno.
Si los clientes hubiesen tenido oportunidad de echar un vistazo a los sótanos, seguramente se habrían marchado sin detenerse a recoger sus equipajes. Porque hubiesen descubierto un horno crematorio, una tinaja con ácido sulfúrico, una mesa de disección anatómica, con decenas de bisturíes, sierras y otras herramientas relativamente afines con la industria hotelera. Si nadie se preocupaba por las desapariciones, menos intriga despertaban las cartas falsificadas que enviaba a los familiares de sus huéspedes para que sus familiares o socios les girasen más fondos, porque lo estaban pasando bomba.
Con, probablemente, unas doscientas muertes sobre la conciencia, este Barba Azul sádico y obseso sexual puede considerarse, en la lista de premios de los grandes criminales, como una especie de «recordman» en todas las categorías. Su mansión del suburbio de Englewood en Chicago -el Holmes Castle- es aún hoy la casa de matar más sofisticada de toda la historia de la criminología.
El Dr. Holmes, cuyo verdadero nombre era Herman Webster Mudgett, nació en 1860 en Gilmanton, en una honrada y muy puritana familia de New Hampshire. Muy pronto manifestó hacia las mujeres -y sobre todo hacia las mujeres de fortuna- el interés poco corriente que iba a hacer de él un auténtico donjuán del crimen. A los dieciocho años, se casó con una rica joven llamada Clara Louering. Para pagar sus estudios de medicina, la arruinó, y después, una vez obtenidos con lustre sus diplomas en la Universidad de Michigan, la abandonó para irse a vivir con una guapa viuda que se complació en subvenir a sus necesidades gracias a las rentas de su respetable casa de huéspedes. Siendo ya médico, dejó sin pena a aquella segunda conquista, ejerció durante un año en el estado de Nueva York y fue después a establecerse en Chicago. Continuar leyendo «El laberinto de la muerte del Dr. Holmes»
Entre los frondosos bosques de Murcia, se encuentra un gigantesco edificio abandonado de interminables y oscuros pasillos… un pasado como preventorio antituberculoso y orfanato… leyendas, rumores, extraños ruidos en medio de la noche. Todos los ingredientes necesarios para que el Sanatorio de Sierra Espuña sea uno de los lugares más visitados por los amantes de lo desconocido en España.
A principios del siglo pasado las enfermedades derivadas de las vías respiratorias asolaban todo el territorio español, la falta de higiene y conocimientos sobre dichas enfermedades las propagaban aceleradamente y, entre todas ellas, sin duda la más preocupante fue la tuberculosis. Las autoridades sanitarias de la época construyeron cientos de centros diseminados por las montañas alejadas del país para intentar aislar y tratar a los miles de enfermos que padecían estas dolencias. Bajo estas premisas, y por una acuciante necesidad, con mucho esfuerzo tanto económico como laboral, se fundó el Patronato Benéfico-Social del Sanatorio Antituberculoso de Sierra Espuña, en Murcia.
La construcción comienza a finales del año 1913, durante los meses estivales, vecinos y voluntarios van levantando lentamente el edificio y durante el resto del año se intentan recaudar los fondos necesarios para continuar con la obra. En 1917 se termina la primera planta del preventorio. Durante los años de la República, las obras pasan por su peor momento por las directas confrontaciones del Patronato con las autoridades republicanas y no es hasta 1931, cuando las obras se ceden al estado, que a estas se les dará su último espaldarazo, concluyéndose en su totalidad en el año 1934.
El edificio constaba de sótano, planta baja, primera y segunda planta, aunque más tarde se edificaron a parte la casa del conserje, cocheras, cuadras, depósito de cadáveres, velatorios y un acueducto para recoger el agua.
El refectorio funcionó como sanatorio hasta el año 1962 y también se usó como hospital que daba servicio a los pueblos de los aledaños. El avance la medicina y el descubrimiento en el año 1949 de la estreptomicina, hicieron que las enfermedades que allí se trataban disminuyeran considerablemente y poco a poco, las casi 200 camas del sanatorio se vieron vacías. El 10 de Mayo de 1962, los últimos enfermos son trasladados al Hospital de Albacete y el Sanatorio antituberculoso de Murcia, en sierra Espuña, cierra oficialmente sus puertas. Continuar leyendo «Los fantasmas del preventorio de Murcia»