Uno de los momentos que más asombro causó a los primeros exploradores del Polo Sur fue encontrarse de cara con colosales paredes verticales de hielo que se elevaban docenas y hasta cientos de metros por encima de sus cabezas. Aventureros como Larsen o Ross se toparon fascinados ante un impresionante espectáculo que convertía sus destartalados barcos en pequeñas motas de polvo ante la monumental tapia de hielo.
Y lo cierto es que bien podríamos imaginarnos la Antártida como una especie de castillo medieval que guarda celosamente sus secretos mediante titánicos muros helados. Son tan grandes que algunas, como la gran barrera de hielo de Ross, posee una superficie equivalente a toda España alzándose en algunos puntos hasta doscientos metros por encima del mar. Continuar leyendo «Las barreras de hielo de la Antártida se desmoronan»
Hasta hace poco tiempo la respuesta que daría cualquier científico a ésta pregunta sería un rotundo NO. Sin embargo, ahora, y tras la publicación de dos estudios, la respuesta no es tan directa. Sería algo así como «no exactamente, pero»
Los casos que se explican en los artículos son complejos. En ambos, se realizaron autopsias a pacientes que presentaban síntomas de Alzheimer, a pesar de ser demasiado jóvenes para tener una enfermedad de este tipo. Lo que tenían en común es que todos ellos habían recibido un transplante de dura mater, la membrana que recubre el cerebro y la médula espinal.
Este tipo de intervenciones son comunes cuando hay que realizar cirugía cerebral. Lo que se hace es coger tejido de un cadáver, e implantarlo en la persona operada. Pues bien, el resultado es que los transplantados desarrollaban Alzheimer.
Y si no tenemos mucho cuidado a la hora de explicarnos, parecería que el Alzheimer es contagioso. Pero no es así. En todo caso, sería transmisible o inducible. Porque eso es lo que ocurre, que los cadáveres que se emplearon para el transplante mostraban placas de una proteína denominada proteína β-amiloide. Este tipo de placas son comunes en las personas con Alzheimer, y una de las razones de la demencia que esta enfermedad produce.
Lo que ocurre en el cerebro cuando aparecen estas placas, es que unas se facilitan a las otras. Crecen por agregación, por decirlo de una manera gráfica – e incorrecta por lo simplista, pero espero que se me acepte el símil – “se juntan formando pegotes”.
A este tipo de procesos se les conoce como “inducidos”. No es que una persona que tenga Alzheimer “se lo pegue” a otra. Si se realiza una intervención quirúrgica y se implanta tejido dañado, ese daño provoca aún mayores daños.
Otro factor que también resulta importante comentar es que todos los pacientes padecían la Enfermedad de Creutzfeldt–Jakob, un tipo de encefalopatía similar al mal de las vacas locas. Esto es, se trataba ya de personas enfermas, con daños en la estructura de su cerebro.
De acuerdo, así que no se transmite, pero sí se puede inducir. Entonces hay motivos para preocuparse, ¿no? En realidad no tantos como podría parecer. Hoy en día ya no se realizan transplantes de dura mater de donantes muertos, si no que se producen de manera artificial en el laboratorio. Ningún peligro por ese lado.
Pero sí hace falta confirmar esta vía – el número de casos, y la manera de realizar el estudio permite sospechar una inducción, pero no confirmarla. Porque la proteína β-amiloide no sólo se produce en cerebros enfermos, y tiene la curiosa característica – o manía, depende de cómo queramos verlo – de quedarse adherida al material quirúrgico. Y los métodos tradicionales de esterilización de bisturíes y demás instrumental no consiguen acabar con ellas.
En 1949, el geólogo Vadim Kolpakov partió en una expedición hacia Siberia, sin darse cuenta de que estaba a punto de descubrir uno de los misterios sin resolver más extraños del mundo: el cráter Patomskiy.
Como Kolpakov viajó a un territorio casi inexplorado, la gente local Yakut le advirtieron de no seguir, explicando que había un mal en lo profundo del bosque que hasta los animales lo evitaban. Lo llamaron el «Nido del águila del fuego» y afirmó que la gente empezaría a sentirse mal cerca de él y algunos dirían que simplemente desaparecerían sin dejar rastro.
Pero un hombre de ciencias como Kolpakov no se deje intimidar por estas historias. Aun así, incluso él se encontró atónito para explicar lo que encontró en lo profundo de los bosques siberianos. Un cráter gigante, del tamaño de «un edificio de 25 pisos», se alzó de entre los árboles. De cerca se parecía a una boca del volcán, pero Kolpakov sabía que no había habido volcanes en la zona durante al menos un par de millones de años. Este cráter parecía relativamente recién formado. Kolpakov estima que tendría alrededor de 250 años. Esta fecha ha sido apoyada por estudios posteriores de crecimiento de los árboles cercanos. Curiosamente, los árboles también parecen haber experimentado un período de crecimiento acelerado similar a la observada en los bosques alrededor de Chernobyl.
Desde el descubrimiento del cráter, ha habido muchas teorías sobre por qué (o quién) podría haberlo creado. Algunas personas, incluyendo Kolpakov, han especulado que podría haber sido formado por un meteorito, aunque el cráter no se parece a ningún otro cráter que haya dejado algún meteorito conocido. Otros están convencidos de que se trataba efectivamente de un volcán. Muchos incluso creen que hay un OVNI escondido debajo del cráter.
En 2005, una expedición se puso en marcha con la esperanza de encontrar algunas respuestas, pero entonces llegó la tragedia. El líder de la expedición murió de un ataque al corazón, a pocos kilómetros de distancia del sitio. Los lugareños estaban convencidos de que el mal que irradia ese cráter fue el que lo llevo a la muerte.