La maldición del diamante Hope

¿Puede una terrible maldición esconderse detrás de la belleza y la cristalinidad de un diamante? ¿Puede el brillo de una piedra preciosa desatar las más oscuras desgracias? ¿Puede la codicia de poseer una incomparable gema ser la causal de las mayores desventuras, sufrimientos y muertes?

La maldición del Diamante Hope pareciera explicar toda esta historia de desdichas, que lo acompañan desde el mismo momento en que fue robado del templo de la India, edificado en honor a la diosa Sita.

Cuenta el relato histórico que fue el joyero francés Jean Baptiste Tavernier experto en el oficio de comprar y vender diamantes, quien lo adquirió en 1688 y la llevó a Europa, donde se lo vendió al Rey Luis XIV de Francia, fascinado por esta pieza que superaba los 112 ½ quilates.

Tanto Tavernier como Luis XIV tendrían la desgracia de inaugurar la maldición. El comerciante pronto cayó en la quiebra y huyó a Rusia, donde una tormenta de nieve lo sorprendió y su cuerpo apareció devorado por las alimañas.

Años después de adquirirlo, Luis XIV decidió mostrar su joya al embajador del Sha de Persia, y ese mismo año una gangrena acabaría con la vida del rey.

Nada le sucedió a su sucesor, Luis XV, quien vaya a saber por cuál motivo no le dio importancia a la gema y decidió conservarla en un cofre. Distinta sería la suerte de Luis XVI, quien en 1774 le obsequió la joya a su esposa, la reina María Antonieta.

Ambos pasarían por la guillotina de la revolución francesa, en 1789. También los revoltosos se encargarían de linchar a la princesa de Lamballe, quien supo tomar prestada la joya.

Bajo la revolucionada París de aquel entonces, la joya desparecería, aunque sin dejar de alimentar su oscura leyenda. El rastro de la misteriosa gema se pierde en esos años, aunque se dice que en el camino causó la muerte de Jacques Celot, un joyero francés, y que le arruinó la vida al príncipe ruso Iván Kanitovsky, quien se la regaló a su amante parisina a la que al poco tiempo asesinó. Algunas versiones de la leyenda sostienen que Catalina la Grande, zarina de Rusia, llevó puesta esta joya, antes de morir al poco tiempo de una apoplejía.

En 1812 la joya vuelve a dejar registro, al pasar a manos de Wilhelm Fals, un joyero holandés que vivía en Londres y que talló nuevamente el diamante para devolverle el brillo y separarlo en dos piezas. Pero al poco tiempo su hijo le robó la gema, y el joyero tomó la decisión de quitarse la vida.

En los años siguientes la piedra fue pasando en manos de diferentes propietarios en Europa, causando estragos en quienes se animaran a poseerla. Se comenta que el hijo de Fals se lo vendió a otro joyero,  Francis Beaulieu, quien a su vez se lo entregó al Rey Jorge IV de Inglaterra, el cual  al poco tiempo de hacer incrustar el diamante en su corona, perdió la razón y murió.

El nombre Hope

Finalmente cayó en manos de un banquero y coleccionista irlandés de nombre Henry Philip Hope, de quien toma su nombre. Su sobrino Henry Thomas Hope hereda esta maravilla y en 1851 accede a exhibirla en la Exposición del Palacio de Cristal, sin que esto pusiera fin a la maldición.

Sería interminable describir todo el derrotero de esta misteriosa joya, pero entre sus víctimas se mencionan a Subaya Hamid (1908), asesinada por su esposo Abdul Hamid II, sultán de Persia, quien fue depuesto en 1909 por la sublevación militar de los jóvenes turcos. También fueron propietarios del diamante Hope Simón Montarides y su familia, quienes a comienzos de siglo XX fallecieron cuando su carruaje cayó por un precipicio.

El diamante pasaría luego a manos de la familia McLean. Vincent moriría atropellado en 1938, Ned McLean caería en la locura hacia 1941, Elizabeth Malean moriría por sobredosis en 1946, y Evalyn Walsh McLean perdería la vida a causa de su adicción a la morfina.

Su último propietario fue el comerciante estadounidense Harry Winston, quien compró el diamante en 1949. A fines de 1958, y luego de realizar algunos cortes geométricos al diamante para perfeccionar su brillo, decidió donarlo al Museo Nacional de Historia Natural de la Institución Smithsoniana.

Desde entonces se exhibe allí esta joya cargada de historias y de leyenda. Y también desde aquel momento se desconoce que hubiera causado nuevas maldiciones. Tal vez sea la diosa S?t? quien sienta que ha sido debidamente vengado el robo de aquel maravilloso diamante que iluminara su rostro.

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