El Hierro de Wolfsegg o Cubo Salzburgo, como también es conocido, fue supuestamente hallado por un minero de nombre Reidl, mientras se desempeñaba en una fundición de en Schondorf, Austria.
La rotura de un trozo de lignita, proveniente de un yacimiento de Wolfsegg de 60 millones de años de antigüedad, dejó al descubierto un cuerpo de naturaleza férrea con caracteristicas poco convencionales.
Según la reconocida publicación de divulgación científica Nature (volumen 35, 11, noviembre 1886, pag 36), el objeto encontrado en la fundición era prácticamente un cubo con una profunda incisión.
Las dimensiones del cubo resultaron en 67 x 67 x 47 mm, con un peso aproximado de 0,785 Kg. El peso específico del metal resultó en 7,75.
De acuerdo a una revisión posterior realizada en el Museo de Historia Natural de Viena en 1966, el objeto tenía altas probabilidades de ser una pieza de hierro fundido artificial. Sin embargo, la consecuencia inevitable de aceptar la existencia de una tecnología minera moderna 60 millones de años en el pasado, relegó al olvido a la cuestionada pieza.
Muchos críticos del artefacto argumentan que las melladuras podrían ser las características de un meteorito corriente, no obstante análisis con haz de electrones acusaron ausencia de cromo, níquel y cobalto, típicos elementos presentes en tal caso.
Una de las hipótesis más aceptadas a partir de 1966 propuso al Hierro de Wolfsegg como parte de una máquina minera de humanidades previas. Pero una investigación realizada en 1973 atribuyó al cubo un origen propio de la técnica artística de “
El hijo del propietario de la fundición lo donó al Museo ‘Heimathaus’ en Vöcklabruck, pero en 1910 el objeto desapareció misteriosamente. Años más tarde reapareció y desde 1950 hasta 1958 se expuso en el museo nacional de Oberosterreichisehes de Linz (Austria) donde se conserva también el molde; pero según Peter Kolosimo, el original salió de Austria, y hoy se puede ver en el Museo Salisbury, en el Reino Unido.
De acuerdo a una revisión posterior realizada en el Museo de Historia Natural de Viena en 1966, el objeto tenía altas probabilidades de ser una pieza de hierro fundido artificial. Ante los argumentos críticos, señalando que las melladuras podrían ser las características de un meteorito corriente, en 1966-67 fue analizado por el Museo Naturhistorisches, en Viena, usando una técnica de micro análisis por rayos catódicos; pero en la muestra de hierro no se halló ningún rastro del níquel, cromo o cobalto, propios de meteoritos, descartando este origen.
Por otra parte, la carencia de azufre mostró que tampoco era pirita, u “oro de los tontos”, llamado así por su parecido a este metal, pero conteniendo un 45.4% de hierro. La opinión final del Doctor Kurat del Museo y el comité del Geologisches Bundesanstalt en Viena fue que el objeto era simplemente hierro fundido artificial. Una de las hipótesis más aceptadas a partir de 1966, propuso al Hierro de Wolfsegg como parte de una antigua herramienta minera.
Una posterior investigación, hecha por Hubert Mattlianer en 1973, concluyó que la pieza era resultado de una fundición obtenida mediante la técnica llamada ‘cera perdida’. Un moldeo muy conocido por arqueólogos, pues se trata de un procedimiento escultórico muy antiguo, con el que se lograban figuras metálicas, mediante un molde realizado en cera de abeja. Este molde se cubría de un barro especial, se metía en un horno, y la cera derretida salía por unos orificios preparados en el barro, mientras este se endurecía. Entonces se le inyectaba el metal fundido, que adoptaba la forma del recipiente final.
Con esta técnica se obtuvo ‘el ‘centauro de los Rollos‘, originaria de hallazgos del siglo VI a. C, en el Peloponeso, e importada a España por el Museo Arqueológico Nacional.
Y hasta aquí, todo el mundo contento: gracias a la implicación científica, se le dio respuesta al enigma. Pero surgió un problema… cuando se supo que los bloques de carbón de donde procedía la pieza, han sido considerados por los sistemas de datación geológicos, como ‘depósito Terciario‘. Es decir, fueron datados en un período que dista del actual, en 65 millones de años. Y precisamente, la consecuencia inevitable de aceptar la existencia de una tecnología minera moderna 60 millones de años en el pasado, relegó al olvido a la cuestionada pieza; literalmente hablando: se le echó tierra al asunto.
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